
La toga, el ego y la trampa del resultado
Reflexiones sobre el desgaste emocional del abogado y la cuotalitis
Cuando la profesión te duele:
Quiero compartir contigo, compañero o compañera abogado, una reflexión nacida de más de cuarenta años de ejercicio profesional. Esta no es una confesión ni un ensayo teórico, sino una conversación franca sobre el impacto emocional que puede tener nuestra profesión cuando se confunde lo jurídico con lo personal, el interés del cliente con el nuestro, y la vocación con el ego.
Porque si hay algo que define el ejercicio de la abogacía es que trabajamos con problemas ajenos. Y eso, con el tiempo, nos afecta. Más de lo que creemos.
¿Por qué acude alguien a un abogado?
La respuesta más sencilla sería: porque tiene un problema legal. Pero todos sabemos que hay algo más.
Un problema legal no es solo un conjunto de hechos y normas. Es una vivencia, una interpretación de la realidad cargada de emociones: miedo, rabia, desesperación, impotencia. Y la persona que lo sufre está alterada emocionalmente. Por eso, el abogado no solo gestiona un expediente: gestiona a una persona con el ánimo alterado.
Pero nadie nos enseña a hacerlo. Ni la carrera, ni el máster, ni el turno de oficio nos preparan para lidiar, día tras día, con el dolor ajeno. Y eso también nos afecta.
El riesgo de perder la objetividad
La abogacía exige tres pilares: objetividad, independencia y libertad. Pero estos principios no se sostienen si estamos emocionalmente contaminados.
La empatía es necesaria, sí. Pero si se convierte en una fusión emocional con el cliente, la objetividad se tambalea. Dejamos de ver sus sombras, dejamos de proponer acuerdos, dejamos de analizar con distancia. Nos volvemos defensores apasionados, pero ciegos.
Y lo que es peor: empezamos a ver al contrario como enemigo, en lugar de como parte de una realidad más compleja. Entonces ya no buscamos justicia: buscamos venganza ajena.
El desgaste tiene muchas formas
Con los años, he identificado varias causas de este desgaste emocional:
- La afinidad excesiva. Cuando el cliente nos conmueve profundamente, podemos creernos su versión sin contrastarla. Eso nos vuelve vulnerables y, muchas veces, nos hace perder el juicio… en todos los sentidos.
- La rutina y el desinterés. En el otro extremo, están quienes banalizan su trabajo. Tratan con desdén los asuntos “poco rentables”, despachan los casos con plantillas, y convierten la toga en una coraza para no sentir nada.
- “El Derecho está en los libros —se estudia y ya está—, pero lo que la vida reclama no está escrito en ninguna parte. Solo quien tiene serenidad, amplitud de miras y sensibilidad para advertirlo, puede ser verdaderamente abogado. Quien se limite a aplicar leyes sin comprender la vida, será —como decía Osorio Gallardo— un desventurado ganapán.”
- El interés económico como único motor. Quien solo ve en la abogacía un medio para ganar dinero, acaba haciendo lo que no debe y, lo que es peor, deja de hacer lo que debe: dedicarse a otra cosa.
Pero hay un factor que supera a todos en toxicidad emocional. Y es este:
La cuotalitis: cuando el abogado entra en el pleito
La cuotalitis es la práctica —cada vez más extendida— de vincular el cobro de los honorarios al resultado del proceso. Es decir: si ganas, cobras; si pierdes, no.
Aunque admitida por la sentencia del Tribunal Supremo de 4 de noviembre de 2008, a mi entender esta practica rompe de raíz la independencia del abogado.
Cuando tu remuneración depende del fallo, el fallo deja de serte ajeno. Ya no trabajas por el cliente: trabajas por ti mismo. Las decisiones procesales dejan de responder a criterios técnicos y pasan a estar contaminadas por el miedo o la codicia.
Rechazas acuerdos razonables esperando una sentencia “más rentable”. Presentas recursos innecesarios porque aún no has cobrado lo suficiente. Te vuelves parte interesada del pleito. Y entonces, ya no eres abogado: eres un litigante emocional con toga.
El golpe más duro: perder… y no cobrar
Pero el daño no termina ahí. El verdadero desastre emocional llega cuando el pleito se pierde.
Y no solo pierdes el caso. Pierdes también el ingreso que esperabas. Entonces aparece una voz interior —que no sale en los manuales— que te dice:
“Has trabajado gratis. Todo tu esfuerzo no vale nada. ¿Ahora cómo le vas a cobrar al cliente si ha perdido?”
Esa voz te derrota. Y si esta experiencia se repite en varios asuntos, te secas por dentro. Te enfadas con el juez, desconfías del sistema, te distancias del cliente.
Pierdes la fe. Pierdes la vocación. Y sin darte cuenta, dejas de ser tú.
Un camino más sano: honorarios por fases
Frente a este modelo tóxico, propongo una vía mucho más justa y saludable: fraccionar los honorarios por etapas del proceso. Por ejemplo:
- Una parte inicial al aceptar el encargo.
- Otra al finalizar la fase de prueba.
- Otra al preparar o celebrar la vista.
- Y la última, al dictado de sentencia o archivo del procedimiento.
Este sistema permite al cliente asumir el pago de forma progresiva, y al abogado no depender del resultado para sentirse retribuido.
Cuando has cobrado de forma razonable durante el proceso, puedes recibir la sentencia —favorable o no— con serenidad, con distancia, con lucidez. Has hecho tu trabajo. Has sido útil. Has sido profesional.
Y eso te permite algo fundamental en esta profesión: seguir adelante con dignidad.
Epílogo: la libertad no se negocia:
“Si vendes tu independencia por el resultado de un pleito, perderás más que dinero: perderás tu vocación.”
La toga no está para vestir el ego, sino para proteger la lucidez.
Y esa lucidez exige una práctica profesional libre, serena y objetiva.
Solo así podemos volver a mirar a los ojos de nuestros clientes sin miedo, sin apego, sin desgaste.
Solo así podremos ejercer muchos años sin rompernos por dentro.

